Quién lo diría que en este mes de la patria, estaríamos clasificados sin repechaje a nuestro primer Mundial de Futbol. Aún me resulta increíble. Quizás me lo siga resultando hasta que se escuche el himno de Panamá en Rusia, o quizás antes cuando el 1 de diciembre llamen a Panamá en el sorteo final desde el Kremlin en Moscú.
Cuando recuerdo la noche del 10 de octubre en el Rommel son muchos sentimientos, y por momentos ningún sentimiento. Hubo momentos en que deje de sentir y quede en blanco. Los días previos a ese 10 de octubre habían sido estresantes, turbios, de polémica. Recuerdo que deseaba que ya fuese miércoles, y ya conocer el resultado y ahorrarme el sufrimiento y ansiedad. Los periodistas también sufren, sobre todo en los momentos decisivos. En el fondo todos somos fanáticos que buscamos que nuestro conocimiento y experiencia apacigüe nuestra pasión.
Nunca me ha dado pena decir que cuando juega la selección me pongo muy nerviosa, pero cuando amaneció el martes 10 de octubre no sabía que hacer conmigo misma. Confieso que rece un Rosario, pero no para que Panamá fuera al Mundial, sino para yo no morir en el intento de la selección por alcanzarlo.
Sentada en el palco de prensa del Rommel al minuto 70 deje de mirar la cancha. Disimulaba ver mi teléfono buscando información de los otros partidos o simplemente miraba el piso. Mirar la cancha me generaba angustia, estaba al borde del llanto por esa angustia. Me decía a mí misma que más nunca quería volver a sentir lo que estaba sintiendo, que no tenía necesidad de ponerme a sufrir de esa manera. Solo quería que se acabara el partido, solo quería escuchar el pitazo final, y que pasara lo que tenía que pasar.
Y luego apareció Roman. Permanecí de pie observando: a la gente en las gradas, y lo que sucedía sistemáticamente en la cancha en esa búsqueda incesante de perder tiempo, por no poner el balón en juego. Ya en ese momento no era angustia, era asombro. Y luego vino el pitazo final y el Rommel reventó. Íbamos directo a un Mundial. La gente lloraba y se abrazaba y yo simplemente no lo podía creer, no se registraba en mi mente. De mis ojos no salían lágrimas.
Después de un periplo por llegar a la cancha como periodista acreditada mientras veía a muchos otros con sus guardaespaldas personales entrar sin problema, me senté en el banquillo de Panamá, sudada y agotada. No tenía sentimiento, simplemente observaba la cancha. Veía a los pocos jugadores que quedaban, a sus familias y amigos, y otro pocotón de gente que no tenían nada que hacer allí. Me preguntaron en que pensaba, y respondí nada. Mi mente estaba en blanco.
La histeria colectiva inicio esa noche y seguirá hasta junio del 2018, mi único deseo es que mantengamos la cordura. Estoy feliz que Panamá vaya a su primer Mundial, estoy feliz por los jugadores y sus familiares. Solo he tenido lágrimas cuando los he visto a ellos llorar. Aunque en el fondo creo que me imaginaba la clasificación de otra manera, lo importante al final es que vamos pal’ Mundial, y que Panamá logro su objetivo. ¡Nos vemos en Rusia!
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